“Hay una continuidad en la mente humana (…) existe un inconsciente colectivo que nos entreteje, como si fuéramos cardúmenes de apretados peces que danzan al unísono sin saberlo. (…) nos sana hacer cosas de manera sincronizada con los otros, participar en coros, en orquestas, en bailes. Ser tú y los demás. Ser tú gracias a los demás. (…)
Para tener miedo tienes que estar dentro de tu yo, y en aquel momento yo era la ballena, y la anémona, y el alga, y la gota de agua que brillaba al sol. (…)
En mis mejores momentos, en los instantes oceánicos, cuando estalla el satori como una supernova en mi cabeza, soy capaz de escapar de la ciega y dolorosa cárcel de mi individualidad y de percibir el aliento plural, la cadencia primera, la música de las esferas, el palpitar del mundo. Soy un pececillo de un inmenso cardumen, soy una carpa dorada y sé bailar el baile más grandioso, que es al mismo tiempo el más diminuto. Hay que insistir ahí, en esa pericia danzarina; hay que aprender a moverse cada vez más deprisa, como los derviches, para poder unirse al Todo que vibra y que respira. Escucha bien lo que te digo y ten esperanza: puede que en realidad el tránsito final sea así de sencillo, así de fácil; bastaría con lograr acompasar la muerte al ritmo colectivo. Quiero morir bailando, igual que escribo.”
(Rosa Montero. El peligro de estar cuerda)
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